Para pensar en nuestros docentes...

El Mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

-El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

Eduardo Galeano

EL LIBRO DE LOS ABRAZOS


jueves, 14 de mayo de 2015

Un texto que nos deja pensando

Este artículo nos invita a pensar en el papel y la responsabilidad de los docentes frente a nuestros alumnos. ¿Cuál es nuestro compromiso?
Para leerlo teniendo en mente los tres componentes de la enseñanza.


Revista PROPUESTA EDUCATIVA  Número 31 Junio 2008 /   FLACSO
EDITORIAL
Los expertos en educación utilizan la palabra deserción para dar cuenta del fenómeno de abandono escolar. Mucho se ha dicho respecto de lo impropio de este vocablo extraído de la jerga militar. La palabra porta mucho de acusación y señalamiento de culpas por responsabilidades o deberes no cumplidos. En el mundo de las milicias (tanto las de los ejércitos como las populares), deserta quien no se hace cargo de la defensa de la patria o de la causa.


En el campo de lo escolar deserta un alumno que se va antes de completar un programa de estudio. No está claro cuál es el daño que produce y tampoco quién es el dañado. Desde los discursos educativos se despliegan una serie de razones que construyen la problemática de la deserción; se habla de la pérdida de oportunidades laborales para los jóvenes que en general pertenecen a los estratos mas bajos de la sociedad, de su efecto pernicioso para la constitución de una ciudadanía activa, de su impacto negativo en la productividad del mercado cuando por la disminución de la calificación de la mano de obra y, últimamente, del riesgo social que generan los jóvenes que no estudian ni trabajan.

Todos los argumentos señalados hablan de alumnos que se van, que abandonan el escenario escolar; no se mencionan otros abandonos. Pareciera que todos estamos allí presentes en el escenario y uno de los actores, justamente aquel que da sentido a toda la escena, aquel para el cual se montó la obra se va dejándonos sin razón de ser y estar. Porque, ¿qué es la escuela sin sus alumnos? Cuando ellos se van ¿qué queda de nosotros, los docentes, los expertos en educación, los funcionarios, los burócratas y todos los que sostenemos un montaje armado para que ellos estén allí?

No es inocente entonces la utilización de la palabra deserción, ella esta cargada de un reproche por dejarnos en la parada de un mundo que se extingue mientras ellos, los estudiantes, se van ¿a qué mundo? No sabemos a qué infiernos o a qué cielos, pero sí a alguno donde nosotros no estamos. Los alumnos que se van desnudan dramáticamente nuestro propio sinsentido y es por eso que los acusamos de desertores.

Sin duda algo de esto pasa, sin embargo no es sólo eso ¿Es realmente cierto que todos estamos allí y ellos se van? ¿O es que antes hubo otros que se fueron? ¿ No será que ellos son los que materialmente se van de una escena poblada de objetos, técnicas, planes, programas, objetivos, nuevos roles e innovaciones que no encuentran “alma” en la que encarnar? ¿No será que otros fueron yéndose antes, tal vez como desangrándose, pero yéndose al fin? Otros que no supieron, no pudieron o no quisieron dar la pelea para quedarse ¿Son sólo ellos los que desertan?

Me temo que los alumnos no son los primeros en irse, que hubo otros que los precedieron. Pasemos revista al conjunto de los protagonistas. Es evidente que ni los políticos, ni los expertos hemos sabido reinventar una escena escolar acorde con las condiciones de heterogeneidad social y cultural que caracterizan la contemporaneidad.

Las burocracias estatales tampoco sostienen la escena tradicional con los recursos y el esfuerzo continuo y sistemático que exige una institución que se enfrenta a situaciones sociales y culturales inéditas. Hay una producción importante de programas y proyectos, de metas, objetivos, evaluaciones y parámetros con los que se pretende disimular el desconcierto y la ausencia de política. Se trata de artificios con poca capacidad de intervenir y ninguna de modificar y, por la misma razón, con escaso riesgo de conflicto. Por supuesto están también quienes hacen un genuino esfuerzo, tienen un auténtico compromiso y lo intentan aunque no alcance.

Los expertos, sabihondos y demás yerbas cubrimos nuestra retirada con diferentes estrategias. Producimos nuestro propio humo en forma de informes, ponencias y cursos. Nos hemos retirado a un espacio en el cual disputamos con un inacabable artificio de palabras nuestra cuota de notoriedad, ya sea mediante la denuncia, el lamento por la crisis, el festejo de la caída de la institucionalidad o por medio de algún otro discurso que atraiga las miradas sobre nuestra fascinante retórica. Claro que también están los que esforzadamente tratan de explicar, de reconstruir la escena, de azuzar la discusión pública y decir algo más sustantivo, aunque la situación no dé para mucho más, porque también nos rebasa.

Muchos gremios sostienen una postura reivindicativa sobre la base del principio de “resistencia al trabajo” que animó las luchas obreras del siglo pasado. En base a ella se victimiza al docente y se transforma el esfuerzo de “enseñar” en una tarea a resistir. El oponer resistencia (acción legítima cuando se trata de evitar la degradación de los salarios) se ha constituido en el principio rector de la lucha gremial y, como tal, en un obstáculo en un campo donde avanzar implica necesariamente cambiar.

¿Y qué pasa con los docentes? Están allí pero muchos han ido perdiendo su carnadura de enseñantes. Hace unos meses atrás los medios de comunicación recogieron filmaciones realizadas por los alumnos. En ellas un docente asiste impávido a explosiones de indisciplina aun cuando éstas incluyen agresiones a su persona. Está ausente, corrige, lee algo, solo su cuerpo está en la escena.
Las notas de investigación registran situaciones en las que el profesor se sienta en su escritorio, les suministra una consigna de tarea a los alumnos y espera que pase el tiempo. Son cuerpos que no están habitados por el alma del docente, no es la pasión de enseñar lo que los anima, no sufren ya la frustración de querer y no poder, no gozan del placer de hacer aprender, ya no hacen, ya se fueron y dejaron un espectro que sólo aguanta y espera que pase la hora, que lleguen las vacaciones, la licencia, la jubilación. Y sufren por eso, por ser un espectro que ya no es encarnado por ninguna pasión. Tal vez ése sea el origen del malestar de los docentes. El dolor de ya no ser, de haber abandonado el espacio donde se los desafiaba a ser. En este caso, más que en ninguno de los anteriores, se me ocurren muchos pero muchos ejemplos de personajes que no se corresponden con este relato, que siguen protagonizando ese acto maravilloso en las que las generaciones intercambian con generosidad saberes y experiencias. Pero sólo con ellos no alcanza.

La escuela deberá cambiar para dejar de producir desertores. Y los responsables del cambio, ¿cuándo nos haremos cargo?
 

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